domingo, 4 de marzo de 2007

En algún momento de su vida

Eusebio tira el bastón al suelo por casualidad. Entre sueños, repite tres frases cortas, como si con ellas una parte de él intentara salir de un encierro eterno y doloroso. Abre los ojos y nuevamente el espíritu del dolor se apodera de él, de sus huesos, de su carne aun viva y de su mente. Padre, auxilio; exclama con tristeza. Padre ayúdame, repite, incansablemente. Sus ojos ya no ven hacia fuera, ahora buscan en el recuerdo áspero de su vida. Tres niños se asustan e intentan buscar a alguien que lo ayude. No se preocupen, siempre repite lo mismo; menciona Marta, su hija. ¿Y su padre?, preguntan con curiosidad. Hace tiempo que murió, sentencia.

Han pasado cinco horas y Eusebio sigue gritando, invocando a su padre. Es más, han pasado cinco años y aun lo hace. Su familia ya se ha acostumbrado. Saben que a veces intenta levantarse, que reniega y llora hasta que se cansa y luego se duerme para despertar en un nuevo sueño, el del dolor, el de una infancia eterna. Su padre nunca lo auxiliará, murió hace cincuenta años, cuando Eusebio era un tímido niño y le tenía miedo a todo: al puente que conectaba su pueblo con el sembrío de arroz; al Poncho, un caballo que mató de una patada a un trabajador del establo; pero principalmente, el niño Eusebio le temía a la oscuridad, un vacío tan inmenso que envolvía su pueblo, como el cuarto en el que hoy está recluido, a 60 años de distancia de su querida familia, la que abandonó para tener una nueva vida y dejar la oscuridad de un futuro pobre. Hoy Eusebio vive en la extrema pobreza y la oscuridad no lo deja dormir

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Paty, la hija mayor, pone una manta sobre el maltrecho cuerpo de su padre. Eusebio no expresa sensación alguna. En realidad, él ya no vive en este tiempo. Sus brazos los tiene muertos sobre su barriga y sus piernas tiemblan eternamente. Cada vez más, su cuerpo va inclinándose, tomando una postura fetal. La ropa la trae desgastada. Paty menciona que una vez, hace tiempo, su padre llegó de ver a un médico, extendió los brazos como si pidiera que la familia entera lo abrazara. Me estoy muriendo, dijo. Se derrumbó sobre un sillón y se quedó dormido. Al día siguiente no despertó. Comenzó a morir, menciona. Y allí quedó postrado, en un invisible ataúd rodeado de indiferencia, con la misma ropa y con el mismo dolor.

Al principio, los vecinos intentaron ayudar con su tratamiento organizando diversas actividades y animándolo para que se recupere. Luego de tres años, entendieron que lo único que podían esperar de Eusebio era su muerte. Desde entonces decidieron acostumbrarse también a los gritos los cuales fueron convirtiéndose en parte de la identidad de aquel pueblo. Ya nadie visitaba a Eusebio y el sillón fue llevado, de la sala, al cuarto más abandonado de la casa. Hoy reposa entre objetos viejos y abandonados. Eusebio, ahora, es uno de ellos.

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Me siento frente a Eusebio y observo sus ojos. ¿Está ciego?, pregunto. No, puede ver, pero parece que no quisiera ver; me dice Marta. Pienso en la foto que observé hace un momento, en la que Eusebio tenía 10 años y era delgado con la cabeza rapada. Parecía tan frágil, pero a la vez con tanta vitalidad, como si tuviera un gran hombre dentro de él. Ahora su mirada luce resignada, pero aún luce esa vitalidad. Me dan ganas de decirle que aun tiene a ese gran hombre dentro de él, que lo deje salir. Pero me doy cuenta que veo al mismo Eusebio de la foto, un bello recuerdo. Nuevamente suelta el bastón y el impacto lo hace recordar el objeto de su búsqueda: Padre, auxilio, ayúdame; dice por última vez antes de ponerse a llorar. La oscuridad lo mata, pienso. Pero, cuántas veces puede morir una persona. Por qué nos castiga Dios también dándonos la vida. Quizá no exista una respuesta. Es momento de dejarlo descansar, de olvidarnos del dolor ajeno, de vivir nuestra propia oscuridad.

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Han pasado tres días y aun sigo escuchando gritar a Eusebio, en mi mente.

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